Lo más simple sería describirla como un ritual. Así la abrevia su directora y así se nombra en las reseñas que comienzan a aparecer. Pero, a decir verdad, de algún modo todas las obras de teatro implican un tipo de rito. Los ritos son prácticas con procedimientos estudiados y reglas específicas: invocar lo desconocido, consentir una costumbre o acercarse a palpar parte de la fe. Y en Ojos látigo, la directora escénica, dramaturga, docente y actriz Leticia Coronel ubica su cuerpo (obra) a lo que los cuerpos (actores) en escena no pueden resolver por más conjuro que prueben: la ausencia no se transforma, no muta, aunque hay una manera de hacer que el hueco se sienta menos profundo, aprendiendo a interactuar con la sombra. Y de eso sí que saben sus protagonistas, las lágrimas de quien escribe son parte de la prueba. Cuerpo y familia son dos segmentos que constituyen un posible polígono temático de esta dramaturga. El tercero es el tiempo.
En su obra anterior, Estoy acá sin fin (ganadora del premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia), Coronel recorría todos los climas posibles que transitaba con su hija, con una crianza con más horas de salas de ensayo que de hogar. En el mismo momento en el que Amanda acerca un pie a la adolescencia, también lo hace su determinación sobre no querer saber nada con actuar, motivo que llevó a la directora a reformular una aventura de familia. Son sus propias amigas las que interpretan el texto mientras se preguntan sobre la madurez, el desdoblamiento (si es que lo hay) entre la existencia dentro y fuera del escenario, y el qué significa ser joven, para lo que la obra sugiere: "Es saber que ahí empieza la vida". Pero en Ojos látigo, su nueva puesta, con funciones los domingos a las 18 en El Extranjero (Valentín Gómez 3378), es la vida misma la que se corta.
Este nuevo trabajo sostiene la fragilidad como cadencia: se vuelve a hablar desde alguien que no está. Pero no porque haya tomado la decisión de hacerlo. Juanjo "el Gordo" era el mejor amigo de Leonel Coronel, hermano de Leticia. En 2023 lo mató un policía retirado en el barrio de Claypole. Para arrojar una posible mirada hacia esta obra, quizás sea importante recordar esa premisa que asegura que no interesa el fanatismo enceguecido por un cantante o el amor idílico por el poster child al que le dirigimos besos en nuestra adolescencia. En este hiato ficcional, caduca incluso la obsesión deportiva. Mucho antes que vincularse con un club o una división, uno es hincha de sus amigos y la incondicionalidad es un jugador que jamás va al banco.
Las puertas del teatro retumban de cuarteto, el Potro Rodrigo irrumpe la previa, el público se acomoda y los cuatro actores ya la agitan, saltan, buscan provocar risas (con éxito) y se buscan entre ellos, porque ese cuerpo sí indicará los modales del afecto. De tropicalismos recientes hay parientes, como las que viene dejando en el corpus de su obra biográfica Cumbi Bustinza (digamos Algo lindo del horror o Turreo místico, por ejemplo).
Como Leonel no quiso hacer de sí mismo, entró otro miembro de la familia, su hermano Matías. Sin más escenografía que una foto de la infancia (que deja ver lo longevo de su vínculo) y un banco de plaza, la obra plantea una retórica con respuesta lúdica: ¿qué hay más fundacional en la vida de un pibe de barrio que la esquina donde ranchea con los suyos? Esta es la de Ciudad Evita, pero aunque Leticia remarque la territorialidad con su voz en off mediada por un trance de coordenadas en dos momentos de la obra, la locación se borra rápido. Cualquiera podría identificarse con ellos.
Entonces nos situamos en lo que el grupo es capaz de imaginar: juguemos como si no existiera el tiempo. Es allí donde Matías Coronel, Mathias Percat, Vicente Pérez y Julián Vila Graca escandalizan el espacio, donde se perfora el hermetismo masculino de las emociones y estos cuatro actores (tan buenos intérpretes que cuesta pensar que no son realmente amigos de toda la vida) van a comportarse como fragmentos, preguntándose por la madre de las incomprensiones: la muerte. La mirada es amorosa y argentina, como esa inclinación que tenemos en este país de convertir cualquier tema en un coro de cancha, sea la cumbia de Damas Gratis o "Abarajame" de IKV. La reversión de una melodía como cantito deportivo tiene un poder indestructible, porque genera la sensación de volver lo clásico eterno y si algo queda claro en este regalo es que nadie va a olvidarse del Gordo.
Sabemos que no importa cuánto tiempo pase del duelo, hay cosas que no regresan. La obra de Coronel no intenta recuperar lo arrancado, más bien se sube a alimentar esa parte que queda de este lado: las arengas segundos antes de que reviente un estribillo, las exageraciones ante una bardeada cariñosa, una declaración de amor, los abrazos torpes, los choques de manos cómplices, compulsivo como toda amistad sincera, una conversación que se vuelve íntima a través de lo que cuentan sus cuerpos. Vicente Pérez y su euforia que de rabona es capaz de desafiar la elasticidad de su anatomía, sus movimientos irradian como una hemorragia irascible, Julián Vila Graca y toda su altura van a demoler las fortalezas de la solemnidad rockera cuando le toque protagonizar "Génesis" de Vox Dei en uno de los momentos de una intimidad apabullante, vuelan las camisetas y este chico nos hará pensar hasta en la expresividad de sus propias costillas. Ojos látigo no solo canta hits. La escena arriba descrita es una forma distinta de cover: una canción canónicamente varonil aquí es tomada como requiem. Esas canciones que nunca volverán a escucharse como antes.
Acercándonos al final, un pibe con camiseta de Boca se para frente al público y pronuncia una de las despedidas más descarnadas que puedan encontrarse por escenarios porteños. Cita al Pity y su ternura cuasi pedagógica. La sensibilidad de los monólogos aquí enunciados rayan con el acero de los aros que pinchan rostros y orejas del elenco. Es que si Matías pudiese, se descocería las estrellas bordadas de la casaca para lanzarlas hacía arriba, obedeciendo a la ilusión de que lo que queremos asciende, como el calor que ofrece una juntada con los cercanos después de recibir malas noticias. Cuando uno se acostumbra a una falta, puede llegar a caer en el engaño de creer que el resto tiene la misma carencia. Ojos látigo recuerda a un amigo que fue la luz de un equipo, y entonces son ellos los que desean que el brillo se eleve y se disipe con esa risa que extrañan, la que contiene "una murga en la boca", la que ayer contuvo como un paréntesis y hoy se sostiene gracias a los afortunados que la llevan como marcas. A su salud (y a la del teatro).