Volver al pasado, revertir la secuencia cronológica no es solo un recurso poético, sino una forma crítica de interrogar las estructuras que organizan nuestra experiencia del tiempo y la existencia. Cuando Alejo Carpentier, en su célebre relato Viaje a la semilla (1944), invierte el flujo del tiempo, no solo desafió la lógica causal, sino que expuso la trágica impotencia del ser humano frente a su destino. En ese relato, el protagonista retrocede desde la muerte hasta su origen embrionario, desandando no solo su biografía, sino también el espacio que habitó, y revelando así que el verdadero conflicto no reside en el desenlace, sino en ese comienzo que lo antecede y lo condiciona todo. En Los fieles, su novela más reciente, finalista del Premio Herralde que ahora publica Beatriz Viterbo, Fernando Chulak retoma esa operación, aunque desde una perspectiva realista, con una entonación íntima y, por momentos, inquietante.
Publicada después de Tres meses; un año -nouvelle en la que Chulak ya exploraba los vínculos atravesados por la obligación afectiva y el mandato del cuidado familiar-, Los fieles lleva esa inquietud un paso más allá. Estructurada a partir de una cronología invertida, la novela se despliega desde 2018 hacia 2004, y reconstruye, en ese retroceso temporal, la vida de Pablo Daponte, un hombre rengo atrapado en la monotonía doméstica de Villa Epecuén. Esta localidad bonaerense, escenario recurrente en la obra del autor, es conocida por haber quedado sumergida bajo el agua décadas atrás, luego de una inundación. Ese dato, sin embargo, se omite deliberadamente: Epecuén aparece aquí como un lugar suspendido, detenido en el tiempo, que opera menos como una referencia geográfica reconocible que como una condensación del estancamiento emocional del protagonista.
Desde las primeras páginas, Chulak construye una cotidianidad cargada de tensiones latentes, silencios densos y frustraciones persistentes. Pablo convive con su madre, una mujer mayor de carácter manipulador y exigente, y con su hermano menor, Fabián, quien padece una discapacidad mental. Esta triada familiar se sostiene sobre un equilibrio precario, donde el afecto coexiste con la culpa, y el deseo de libertad choca constantemente con una forma de dependencia que se impone más por desgaste que por libre elección.
La madre deja entrever, de forma recurrente, la existencia de un pacto suicida familiar que, sin llegar a formularse como amenaza explícita, funciona como un mecanismo sutil pero persistente de coerción afectiva. Esta promesa ominosa, que Pablo evita confrontar pero que impregna el ambiente desde las sombras, irá adquiriendo nuevos matices a medida que la narración avanza paradójicamente- en retroceso.
Pablo trabaja en Tecnocasa -la antigua Casa Daponte-, una tienda de electrodomésticos donde su labor, primero como vendedor y luego relegado a tareas técnicas, se convierte en una extensión del encierro que experimenta en su hogar: sin reconocimiento, sin gratificaciones y atrapado en la monotonía. Pero, en este contexto, Pablo encuentra una forma silenciosa de revancha al dañar los electrodomésticos que manipula, un acto subterráneo de resistencia que remite a la figura arltiana de “los humillados que humillan”. Su cuerpo, marcado por la renguera, manifiesta su desgaste anímico, el agotamiento acumulado tras años de cuidados, resignaciones y una vida sin horizontes claros.
Entre los personajes secundarios, sobresale con particular fuerza la figura del hermano menor, Fabián. Chulak le otorga una voz propia en capítulos construidos desde su singular perspectiva, en los que emplea un lenguaje fragmentado, rico en imágenes sensoriales y poéticas, que rompen con la linealidad realista dominante en la novela. Desde la mirada de Fabián, el mundo se revela atravesado por asociaciones inesperadas y símbolos insólitos: objetos cotidianos como una garrafa, una merluza o un cigarrillo adquieren una dimensión inquietante y extrañada. Su sola presencia desestabiliza la ya precaria armonía familiar, al tiempo que profundiza la textura narrativa, mostrando cómo lo doméstico puede ocultar múltiples universos paralelos, por más inalcanzables o dolorosos que estos resulten.
En este entorno, cobra particular relevancia la relación frustrada entre Pablo y Violeta Zommer, figura etérea que simboliza una posibilidad de escape, un afuera anhelado que nunca llega a concretarse. Violeta encarna la idea de una vida distinta, liberada de las ataduras familiares, aunque su presencia es siempre escurridiza, y su distancia convierte ese deseo en una forma de exilio interior. Completa esta constelación afectiva Diana, la madre de Violeta, una intelectual escéptica y mordaz, cuyos diálogos con Pablo, cargados de dobles sentidos y significados implícitos, se entrelazan con su blog de objetos perdidos, lo que concede a la novela una dimensión tan crítica como misteriosa y graciosa.
Uno de los espacios emblemáticos de la novela es el garaje reconvertido en fumadero, donde Pablo halla fugaces momentos de intimidad y escape. Ese lugar encapsula la memoria, la nostalgia y el hastío existencial, convirtiéndose en un microcosmos de su aislamiento. Las paredes, amarillentas por el humo del tabaco, y las colillas cuidadosamente preservadas, semejantes a mausoleos en miniatura, delimitan una frontera invisible entre el protagonista y el mundo exterior.
La inversión temporal permite observar con nitidez cómo el pacto suicida, inicialmente percibido como chantaje, se convierte en la clave para comprender la dinámica familiar. Leído en retroceso, ese pacto se vacía de toda heroicidad para adquirir una carga patológica: un gesto desesperado de captura más que de muerte. En él se condensa simbólicamente la tesis moral de la novela: no existe tragedia que no haya empezado mucho antes de ser nombrada.
Es a partir de esta compleja trama que la novela ofrece una mirada crítica y perturbadora sobre la fidelidad. Lejos de presentarla como una virtud noble, la fidelidad se revela como una trampa, una carga que aprisiona más que sostiene.
La historia de Pablo Daponte se aleja de la figura heroica para retratar a un hombre común, con pocas luces, atrapado en un espacio sin consuelo ni posibilidades de crecimiento. Prisionero de un pacto tácito y en ocasiones explícito, de cuidado, renuncia y encierro, Pablo actúa, o mejor sobreactúa, una fidelidad que no libera, sino que se convierte en una barrera infranqueable: la puerta cerrada a toda huida, la fuerza que lo condena a girar en círculos alrededor de su madre, su hermano y su propio cuerpo maltratado.
Se trata de un relato de clausura, casi conventual, desprovisto de la fe o esperanza que pudiera otorgarle sentido o redención. Lo que queda es un desgaste persistente y silencioso, una erosión emocional que transcurre en un tiempo que no avanza, sino que se repliega sobre sí mismo. Al construir esta narrativa, el autor nos confronta con una verdad contundente: no existe tragedia sin la acumulación invisible y prolongada de renuncias. En este universo, los “fieles” no son quienes eligen quedarse, sino aquellos que ya no encuentran salida, que no se animan a echarse a la fuga.